lunes, 18 de octubre de 2010

JUAN L.ORTIZ,POETA

“Juanele”, sobrenombre familiar con el que se identifica al poeta Juan Laurentino Ortiz, nació en 1896, en Puerto Ruiz, población cercana a Gualeguay. Publicó en 1912 sus primeros poemas. En 1923, comenzó a seleccionar los textos que conformarían su primera obra poética, publicada en 1933, El agua y la noche, a ésta le seguirían, entre 1937 y 1958, El alba sube..., El ángel inclinado, La rama hacia el este, El álamo y el viento, El aire conmovido, La mano infinita, La brisa perfumada, El alma y las colinas y De las raíces y del cielo. Todos son libros publicados por el autor y en tiradas de pocos ejemplares; su poesía llegará a las librerías en 1970 cuando la Biblioteca Vigil de Rosario lance los tres tomos de En el aura del sauce que incluye los diez libros anteriores y tres más inéditos: El junco y la corriente, El Gualeguay y La orilla que se abisma. Salvo los pocos viajes al exterior, uno juvenil a Marsella en un barco de carga y otro de dos meses por China y Europa Oriental, y las visitas a Buenos Aires y a Santa Fe, vivió en Entre Ríos. Sus poemas cantan y recrean la naturaleza y el paisaje de su provincia natal, muestran la infatigable variación y búsqueda de su poética. El reconocimiento que su trabajo tuvo hacia los años ’70 se vio alterado por la quema de ejemplares que realizó en la editorial el régimen militar de 1976. Su producción permaneció casi en la oscuridad hasta que la Universidad Nacional del Litoral publicó su Obra completa, enriquecida con poemas no incluidos en En el aura del sauce y con artículos, comentarios, aparecidos en diarios y revistas, y cartas. Dice Juan José Saer en “Juan” que, a partir de los años 1950, tanto él como las nuevas generaciones de poetas comenzaron a visitar al poeta en una especie de “ritual iniciático” y que esa tendencia relativiza la supuesta marginalidad en la que, a veces, se lo ha incluido ya que su poética, entonces, más bien se ubicaba en el centro de la actividad literaria de la Argentina de esos años, y que, precisamente, “por su marginalidad de esas instancias – y sólo de ésas – la obra de Juan, así como la de Girondo o la de Macedonio Fernández, se vuelve síntoma, pero también faro y emblema – nudo invicto de labor desinteresada y de una libertad de pensamiento y de escritura que pone en su lugar, es decir, en el campo de lo inesencial, con perspicacia soberana, manejos, dividendos y consignas.” Añade el novelista santafecino que “Para la poesía de Juan el paisaje es enigma y belleza, pretexto para preguntas y no para exclamaciones, fragmento del cosmos por el que la palabra avanza sutil y delicada, adivinando en cada rastro o vestigio, aun en los más diminutos, la gracia misteriosa de la materia.”



COLINAS, COLINAS…

Colinas, colinas, bajo este Octubre ácido...
C Colinas, colinas, descomponiendo o reiterando matices aún fríos,
o no pudiendo decir plenamente el oro y el celeste, fluidos, de los cultivos.
Nos dueles, oh paisaje que no puedes cantar en la tarde agria e indecisa,
lleno de escalofríos bajo las nubes tenaces e inquietas todavía de tu sueño
y estás solo. solo, solo, con la angustia y el desamparo de tus criaturas.

Pero aun si cantaras el canto no se oiría casi.
Oiríamos sólo el ruido de los carros largos con su carga de desesperación.
Oiríamos sólo el silencio de los niños y de las mujeres junto a los ranchos transparentes.

Veríamos sólo la figura deshecha con la bolsa al hombro sobre la cima de la loma.
Veríamos sólo esos arrabales de las Estaciones, oh campos de Entre Ríos con aún países absolutos de injusticia,oh, campos de Entre Ríos hechos para la dicha
de los que os evocaron esa aurora florecida que aún no canta y que es extraña al día.
Otro será el paisaje mañana en las mismas líneas puras.

Cantará con un múltiple canto entre las casas próximas con mesas,
ah , seguras y con libros y músicas.
Como de la noche de su alma del sueño de los campos el hombre
extraerá toda la maravilla.
No más dividido, no, con el hermano, ni consigo mismo, ni con la
tierra, el hombre.

Uno consigo mismo y con el mundo para crearse sin fin en la gracia
más alta de la criatura,
y sonreír al rostro cejante de la sombra.

                                                 (de El álamo y el viento, 1947)

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